jueves, 10 de noviembre de 2011

Snakes can't sleep

Su vida era normal: ni miserable ni digna de mención. No había hecho nada sobresaliente ni nada censurable. Nadie podría nunca quererle mucho ni tampoco odiarle demasiado. Cultivaba con esmero un carácter sumiso para en casos de confrontación humillarse sin titubeos y pedir disculpas, claudicación fácil que no satisfacía al vencedor pero que a él le permitía conciliar el sueño. Si alguna vez, por nefastas casualidades del destino, le tocaba asumir cierta notoriedad por mínima que fuese (la joven enfermera que pronuncia su nombre y apellidos en la abarrotada sala de consulta, no porque él lo quiera, no porque él lo busque), intentaba zanjar su actuación de involuntario protagonista dejando el menor rastro posible: jamás alzaba la barbilla, jamás apelaba al prójimo, jamás miraba directamente a los ojos. Rehuía méritos, se descolgaba medallas, evitaba cualquier tipo de cumplidos que le obligasen a mantener algún listón, ajustarse a las expectativas afectivas o soportar el peso de la admiración de nadie. Ni quería ser simpático, ni atractivo, ni inteligente. No quería el trabajo que ello supondría. No quería la atención. No quería el desgaste. Solo quería conciliar el sueño. Que no se acordasen de él. Que no quedara constancia. Poder vivir sin ser notado. Ser yo, él, en el no serlo.



Los días que conseguía conciliar el sueño alcanzaba la felicidad. Era feliz por no ser visible, por no tener una presencia. Por ser una de esas personas que no cuentan. Completamente feliz. Era tan fácil. Pero no duró mucho. Su pesadilla empezó a esperarle en la habitación: dentro del armario, en la cama, en la silla. En cuanto apagaba la luz le miraba de arriba abajo y golpeaba el suelo con impaciencia. Exigía cuentas: reconocimiento temporal, aprobación popular, aplauso entregado, interés mundano (quitadles los adjetivos, yo los odio, él también, y veréis que el precio no es tan elevado). Aunque pensemos que sí, aunque no esté escrito en ningún sitio: la vida no es gratis, antes o después hay que pagar. Todas aquellas visitas se repiten en su recuerdo: gesto flemático y mirada de reproche, de desprecio ("ni siquiera de desprecio: si pensara en ti, sí, posiblemente te despreciaría"), impasible ante sus súplicas por que cesase la tortura. Implacable, destrozaba su afán por difuminarse en segundos. Sus ansias de desaparecer, de sumirse en el olvido de sí mismo y del mundo fulminadas por una voz firme y directa que decía: ¡Despierta! que soy yo...



Y a partir de ahí ya no podía volver a conciliar el sueño.



http://youtu.be/lwsiExLSd1E


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